Nunca Jures. Un Texto de África Vázquez Iglesias

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wattack 1840256 1920Nadie es inocente, o al menos si la moral es el juez. Todos hemos hecho algo de lo que nos arrepentimos, la mayoría, sin embargo, tienen la suerte de que ese hecho te haga inocente cuando la ley es la que juzga. Otros no tienen esa suerte y llegan a ser culpables. Yo pertenecía al segundo grupo, era culpable.

Era sencillo. Coger un vuelo hasta Valencia y apretar el gatillo. Juré que lo iba a hacer. Bueno, más bien lo juró mi ingenuo yo de dieciocho años.

Estaba tras la caja registradora de nuestra pequeña—y cuando digo pequeña me refiero a minúscula— tienda familiar discutiendo con mi madre sobre los precios de las facturas, mientras de fondo solo se escuchaba el canto de la hermosa voz que mi hermana utilizaba para refugiarse y aislarse, cuando un hombre entró en la tienda comprando lo primero que vio como excusa para estar a solas conmigo y que mi madre ayudara a mi hermana con las cajas. El hombre, que había escuchado la discusión, me dijo que podía hacer que consiguiera todo el dinero que le estaba reprochando a mi madre que no teníamos.

Allí, en Perú, no vivíamos bien. Mi abuelo enfermo necesitaba asistencia médica, mi madre algo de ayuda para mantener a dos hijas y un negocio casi en ruinas y mi hermana un poco de influencia económica para cumplir su sueño musical. Mis sueños no eran una prioridad.

Ese hombre fue el que me encargó esa horrible tarea, no lo conocía de nada y exactamente lo que tenía que hacer para ganar ese dinero tampoco, pero la desesperación llenaba cada célula de mi cuerpo por lo que acabé aceptando. Me pidió que esperara, no sabía cuánto, pero tenía que hacerlo.

Como decía era una cría totalmente ingenua porque esperé días, que más tarde formaron semanas y estas se acumularon en meses hasta que todo cayó en el olvido cuando pensé que solo se trató de una broma de mal gusto. Y, aun así, aunque ya ni siquiera esperaba, el tiempo seguía pasando y un día como otro cualquier encontré un sobre en el buzón dirigido a mí con un billete a España para ese mismo día. Habían pasado cinco años, desde que juré aquello. No voy a mentir el miedo me consumía. Me dirigí al aeropuerto sin despedirme de nadie porque el billete era de ida y vuelta. No iban a notar que me había ido. Pero justo antes de coger el vuelo vi al hombre que me convenció cuando tenía dieciocho años de que hiciera esta tarea. Se acercó a mí pasándome una foto y asegurándome que el arma me lo iban a dar en el otro lado, en Valencia. Sí arma, iba a matar a un hombre.

Durante el vuelo estuve memorizando cada rasgo del hombre de la foto. Pelo blanco, ojos claros y según las aclaraciones que había escritas detrás de la foto era más alto que la mayoría. También lloré, ya no necesitábamos el dinero. Mi madre vendió la tienda y buscó un trabajo con el que llegábamos a fin de mes, mi hermana había madurado y cambió ese sueño por otro que consistía en una beca universitaria y a mi abuelo ya la muerte había ejecutado su jugada, lo visitó, ahogó e hizo desaparecer.

Ya solo hacía esto porque lo juré por mi vida, un detalle insignificante según el tipo. Yo sabía qué si ahora decía que no, no solo era mi vida, sino la de las personas que quedaban en ella. Sabía perfectamente que no era un dato insignificante.

Ya estaba en Valencia con la pistola oculta en mi bolso. Lo veía. Estaba entrando en una tienda. Mis manos temblaban, mis ojos estaban tan rojos y secos que ya no lograba que se me demarrara ninguna lágrima. Su vida o la mía, el dinero ya era lo de menos. Yo entré tras él, saqué el arma y disparé. Quería que se acabara rápido, pero siguió. Mis oídos apenas solo reproducían un sonido sordo de gente gritando. Tiré el arma para que vieran que no iba a hacer daño a nadie más y me desplomé en el suelo. Respiré.

Había testigos, lo sabía, pero lo maté. Y respiré de nuevo, creo que no lo hacía desde que recibí el billete de avión. Ya mi vida no tenía ningún papel ni jugaba a tambalearse en la cuerda floja. O eso creía…

Fue mucho peor. Los siguientes años era como estar dormida con los ojos abiertos. La culpa me comía al igual que la cárcel en la que cumplí condena. Me pudría y lo peor es que no terminaba de morirme. Mi madre y mi hermana. Pensar en ellas… ese era mi verdadero castigo. No las vi nunca más. Lloraba por lo que hice cada noche y por el día me torturaba mentalmente por lo que no hice, no me despedí de ellas.

Llegué a España a matar un hombre que tal vez no era inocente ante la moral y sin querer morí con él.

África Vázquez Iglesias