Las fiestas parecen ser tan necesarias, son las casas que aún están sin terminar, pero en las que ya se puede vivir.
“Los perros comen de la basura, me hizo acordar a gonzalito ¿gonzalito el que se murió?”
Estuvo bien tomar aire, ver a la gente respirar un poco, olvidar que las cosas se acaban.
Me asomo y miro: están sentados sonriendo siempre jóvenes, yo soy mayor que mi padre, casi todo finalmente, está pudiendo salir bien, la hora parece alcanzarnos las bandejas para servirnos pedazos de carnes asadas y ensaladas.
Todavía tengo algunos caprichos que logro callar, mis hermanos levantan la mesa, se escucha la música del vecino, está alta, suena la Nueva Luna o Tambó Tambó creo.
Después de una cierta edad las navidades y los años nuevos parecen ser serenamente tortuosos, la familia es menos y el silencio por los muertos es desolador.
Quizás para pasarlo haya que tomar un ansiolítico, un Zolpidem o tal vez lo mejor sea llamar a algunos tipos para que roben la casa, y con ellos dejar entrar a los bichos, recibirlos vestido de Papá Noel, con solo un pantalón rojo holgado de un solo bolsillo.
Pero nada de eso pasa: acompaño a mi madre, que, en vez de salir a ver los fuegos artificiales de las doce, contempla como la luna cae repentinamente en el porche de la casa y se desparrama en el patio, sumergiéndola en su mar plateado.
Por Pablo Andrés Rial.