No soy de estos de los que ven pasar la vida desde un solo lugar, admito que tampoco los critico, de ninguna forma tendría una excusa o un reproche para ello. Las personas son buenas en su mayoría apacibles y temen a esa palabra que toma vida en algunos corazones sin medir el riesgo, esa palabra es libertad. La libertad se define simplemente en equidad, en protagonismo, ellos se conforman fácilmente con rehacer una segunda familia y recibir el aliento fresco del amor fértil desde su hogar hasta cualquier parte de las calles en donde se albergan en oficinas, para ver pasar los días todos iguales con diferente escena. Y vuelvo y digo, no soy quien para juzgar aquella forma pobre y a la vez poética de ver la vida. La vida se vive conforme a nuestra imaginación, La imaginación nos puede llegar desde la puerta de nuestra casa recorrer tan solo unas calles postrarse en un andén y morir allí para siempre. La mía, mi imaginación, aun no se postra no se si es porque en mí hay deseos, o simplemente soy un devoto del tiempo, del espacio que no termina.
Nací hace 26 años en un pueblo llamado Barbosa Santander, en un bello país latinoamericano con el nombre de Colombia, un país enriquecido de preciados minerales afortunado de su gran variedad en la fauna y en la flora y al mismo tiempo empobrecido por la clase política dirigente y burocrática, siempre envuelta en grandes sucesos de narcotráfico y grandes personajes que de una u otra forma han marcado la historia de mi país negativamente. A tal punto de pagar santos por pecadores en cada lugar de mis verdes montañas con esencia a café y cóndores volando por los picos de nuestras cordilleras. No me extenderé mas sobre el tema, pero si admito que fue aquello lo que hizo que cambiara de rumbos, de perspectivas, de nadar contra la corriente y no dejarme llevar en ella, es por eso que abandonaría la universidad, dejaría a mi familia olvidaría a mis amigos, y emprendería un viaje a la deriva por lo que no conocía, uno soñador uno que pocos se atreverían a hacer si supieran que no siempre se corre con suerte, uno soñador, uno que pareciera inalcanzable.
Un día de Abril solo desperté y tuve esa gran lucidez depresiva de abandonarme, de ya no creer en nada para empezar a creer en algo, de soportar, de no quedarme ahí quieto intacto a la espera de un milagro una esperanza que quizás no llegaría nunca. A veces vivir con fe resulta ser la riqueza del otro, del que se alimenta de esa ilusión inexistente llamada fe. Nadie hará nada por ti si tú no empiezas a ayudarte por ti mismo. No es filosofía barata es cuestión de entender que perder es tan solo un método, y ese abril cuando desperté me canse de seguir perdiendo. Entonces decidí no seguir a oscuras a la depresión, a las pastillas clonazepam, al alcohol, a las drogas, a los libros, al desvelo, a la amargura… Aquello me consumía la vida, se fue opacando el brillo con que nacemos los hombres ¿en donde había quedado dar todo por los míos, dar todo por mi sangre?
Resolví irme por Ecuador, no conocía a nadie de este país y cuando digo nadie es igual a nada. Empaqué algunas camisetas, unos pantalones, un par de botas que aun conservo con cierto aprecio por la astucia de aquellos días en los que quise darme una oportunidad, aun yendo en contra de todos los que pensaban que un viaje a un país tercer mundista como Colombia y Ecuador era ir en busca del sufrimiento y para ser mas trágico de la muerte. Yo no lo entendía de esta manera, para mi simplemente era huir, empezar de cero, resucitar. No necesitaba un siquiatra dije casi en lagrimas a mi madre tal vez necesitaba un escarmiento para valorar la vida desde otro lugar, otro punto en donde no conociera familias ni niños ni viejos ni mujeres guapas, y tal vez en ese momento llegara a aferrarme por el valor que puede tener la vida, cuando pende de un hilo, cuando se anda al borde.
Después de ocho días de viaje por carretera recorriendo el sur de Colombia, haciendo auto stop, durmiendo en hoteles de mala vida, compartiendo lugares con putas y drogadictos, llegue por fin a la frontera con Ecuador. Pasé el puente de Rumichaca (El puente que separa las dos fronteras) con siete dólares, y ahora mi próxima travesía era llegar a la ciudad de Quito capital de este país. Si usamos las matemáticas no se necesita ser muy experimentado en la materia para saber que siete dólares no cubrirían alimentación, ni un techo, ni siquiera un boleto de bus. Me sentí abrumado, desesperado, como si todo hubiese cesado, esas ganas infinitas de seguir andando ahora solo quedaba regresar a casa, volver a mi habitación y refugiarme en la onda oscura del pensamiento, en el respiro que me daba la soledad de esas cuatro paredes y solo el correr de la música, del reloj. Acercándome cada vez al punto final de otra noche.
Me senté en una acera cualquiera y saqué un pequeño libro, las intermitencias de la muerte de José Saramago, leía paginas sin entender nada, que raro era tener la cabeza en otra parte cuando crees poner todos tus sentidos en un objetivo. Anochecía, no tenía a donde ir pasaban personas coches perros callejeros y yo seguía pensando en que no tenía a donde ir, me quedaban cinco dólares los otros dos me sirvieron para unos cuantos tabacos detestables y una botella con agua. Hambre no tenía, preocupación era lo único que me carcomía el estómago por dentro. Jamás había dormido en la calle, no sabía que era pasar frió, sentirse desahuciado cansado a la intemperie en un lugar en donde las miradas de terceros son de rechazo, pues no es fácil en Latinoamérica acostumbrarse a ver extranjeros que no tengan dinero para gastar y derrochar en hoteles cinco estrellas, viajes de turismo y comida exquisita en los mejores restaurantes. Yo era un extranjero, pero no tenía dinero para todas estas excentricidades. Y de tanto pensar y fumar fumar y pensar como un loco cuando es comido por la ansiedad de la razón me llego la segunda lucidez depresiva como un “No te afliges chico aquí tienes tu verdad que ha rondado por tu cabeza y por tus manos desde el principio de tu vida y tú chico no te has dado cuenta... ESTO ES LA POESIA”