3. Habitación 233
1.
Carece de importancia el número de mi habitación. Carece de importancia, por tanto, todo lo que está encerrado aquí. La puerta está muy lejos de donde debía estar, el sillón se recuesta a mi lado como un sabueso al que no quiere que le miren. He dejado la vida afuera. Me recreo en estas paredes cobrizas decoradas con un sutil tapiz de hilo verde, que seguro fue traído años atrás de donde muere el mar. En otras épocas, en éste mismo hotel, hubiera sido un gran aristócrata, o un simple comerciante de placeres traídos del Nuevo Mundo. Ahora, soy solo media pieza de lo que fui, algo cascado y viejo, como la mesilla de roble isabelino que no hace más recordarme que encima suya hay hueco para una foto de familia.
El tiempo parece pasar para todos salvo para ese espejo que está colgado delante de la cama. Sucio embustero. Recorro con los dedos el mismo tapiz, que muchos otros lo habían recorrido hacía ya mucho tiempo y creo estar enamorado, angustiado, apasionado, moribundo, entusiasmado, histérico...
Desde el salón del hotel se oyen las notas de un bolero que se recuesta en la esquina más a fría de la habitación. La miro y creo sentir que se me escapa una leve sonrisa.
2.
Sentado en la habitación Francisco juega con un tren que hace círculos. Suenan las primeras notas de un bolero, más fuerte que la muerte, que hace descarriar el último vagón de metal.
A Francisco ya no le quedan caminos. La última vez que soñó alguno fue con el color de la seda. Una despedida de guerra en un barco, y Manuela gritando su nombre hasta secar sus lágrimas con un ligero toque de muñeca. Francisco tenía miedo. Francisco hoy en día tiene miedo y pasea por hostales acariciando torpes tapices.
¿Dónde estará Manuela en ese momento?
Los boleros no gustan a extraños ni a cobardes.
Francisco monta de nuevo el vagoncito del tren y comienza a cantar cuando la música se está apagando.
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Título3. Habitación 233