Una nueva colaboradora se une a nuestra revista. Sandra Gaona. Su primer relato. "El Gato"
Corríamos tras el gato cada vez que entraba a casa. Era un gato salvaje que no se dejaba acariciar nunca. Mamá nos regañaba cada vez que lo correteábamos. Era una bellísima pantera de elegante porte y cola ondina. Sus verdes ojos mate nos miraban soberbios desde lejos. Alerta, cuidando ambos flancos, decidido a no dejarse atrapar nunca.
Siempre habíamos tenido mascotas. Vivir en el campo tiene sus ventajas en esos temas, teníamos un perro, un caballo, un cerdo, una tortuga, y los infaltables gatos, de todos colores y razas.
Cierta ocasión alguien llevó una gata al rancho, era de piel atigrada, amarilla; de esas gatas raras, hurañas, que te tiran el rasguño cuando intentas acariciarlas, así es que mejor la dejábamos en paz. Hubo por ahí un gato negro con el cual tuvo amoríos y al cabo de un tiempo su amor dio como resultado doce gatitos, que al cabo de unos días pasaban corriendo por todas partes, todos igual de huraños, salvajes, locos, poco amables. Los mirábamos saltar de un lado a otro del jardín, jugando a la libertad, indiferentes a todo. Jamás se acercaban a la casa. Se alimentaban de ratones.
Las cosechas eran abundantes ese año, había tanto maíz en las tarimas como ratones; salían de los monos de rastrojo en familias completas, abalanzándose sobre las montañas de mazorcas para roerlas a gusto, por eso era tan necesarios los gatos, para contrarrestar la plaga que se había desatado.
Entre la multitud de felinos se distinguía un gato negro, misterioso y salvaje como sus hermanos, sobrenaturalmente bello. Le gustaba entrar a la cocina por el vidrio roto de la ventana, su osadía no tenía límites. Siempre parecía que nos estaba vigilando. Nos espiaba para entrar a robar comida; los ratones no eran su platillo favorito, prefería otra cosa.
—Ese gato es muy guzgo — refunfuñaba mi papá espantándolo para que se fuera.
Guzgo, era como decir lambusco, que le gustaba entrar a buscar comida de manera indebida.
La voz de mi padre era fuerte, como si hablara Zeus y temblaran las montañas. Yo tenía miedo de ese tono que usaba cuando estaba molesto. También temía por el gato.
Pero cuando la hermosa bestezuela veía que no había nadie cerca, entraba por el hueco acostumbrado en la ventana; si de pronto pasábamos por ahí y lo descubríamos, salía corriendo, y con increíble destreza escapaba de un salto por el cristal roto de la ventana. Era siempre un placer observarlo. Su pelaje brillaba a la luz del sol. Era una mini pantera. Nuestras manos hormigueaban de gusto por acariciar su pelo. Lo queríamos nuestro.
Una mañana, mis dos hermanos mayores, mi hermana pequeña y yo, almorzábamos juntos; cuando de pronto, entró el gato. Jesús era el mayor de los cuatro, acaso tenía diez años. Observó al minino quedándose muy quieto, nos hizo la señal para que calláramos. El gato pasó sin vernos. Avanzó por el pasillo hacia los cuartos. No recuerdo cómo, fue tan rápido. Nos pusimos de pie sin hacer ruido. Corrimos a la ventana esperando su regreso. El gato sólo hacía su ronda. Paty con el biberón entre sus manitas nos miraba inquisitiva, sus ojitos eran más redondos que de costumbre. La adrenalina corría por mis venas, esperaba ansiosa las instrucciones de mi hermano mayor. Él y Maty en sus posiciones, listos para cuando el desventurado gato pasara de regreso. Sentíamos esa adrenalina que acompañaba imaginar tocarlo. Representaba lo inalcanzable. Era como robarle una caricia a la noche. Como desenvolver un regalo que se debería de abrir hasta el día siguiente. Esa apuración por tocar. No puedo pensar que haya algo de malo en eso, aunque como siempre, después de la transgresión haya un castigo. Me imagino que algún demonio nos musitó al oído: “toquen al gato prohibido”.
La fatalidad esperaba con su hoja de la navaja bien afilada, aunque ella no había sido invitada a jugar.
…Y ahí venía la hermosa pantera con su elegante cola ondina, caminando seductoramente bella, con su hermoso pelo de negra seda, finísima, según la percibían mis ojos de niña de seis años.
El mar de sus ojos atravesado por la línea matutina de sus pupilas, ajeno al peligro. Mis hermanos, casi puedo verlos, como dos jugadores de fútbol americano, esperando el paso del majestuoso animal. Cuando el gato se percata de nuestras intenciones, crea un plan de emergencia. La bestia toma impulso y da un enorme salto, Maty, ¡logra atraparlo!
La mañana se llenó de silencio, un silencio sangriento…Sus acojinados pasos habían sido encaminados hacia la guillotina. Nuestros sentidos preparados para el gran acto final, nuestros corazones, me gusta decirlo así, como tambores en trance en lo recóndito de la selva, retumbando en ecos sonoros, deteniéndose por un momento. La culpa asomándose por nuestros ojos, ebria en el acto mismo de la travesura. El llanto de Paty anunciando el desenlace fatal. El aullido del gato, eterno condenado a la incompletitud. Maty sosteniendo en su mano, como un trofeo inesperado, la cola del gato.
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TítuloUna nueva colaboradora se une a nuestra revista. Sandra Gaona. Su primer relato. "El Gato"