Córdoba (España), Ciudad Singular
Miguel Ángel Castellano Cañete
Córdoba es una ciudad donde el Arte vive y se vive en cada rincón, en cada calleja, en cada una de sus plazas y plazuelas. Somos una ciudad que rebosa duende, una ciudad sobresaliente, una alegría para los sentidos, una clase magistral de Historia y de Historia del Arte. Córdoba es magia y cultura en la marmita de un druida milenario. Esa ciudad de grandísimo legado cultural, pegada al río Guadalquivir que, a través de su antigua navegación, ha recibido la herencia de distintos pueblos que se asentaron en nuestras ricas y fértiles tierras.
Gracias a ese influjo cultural e histórico, Córdoba cuenta con cuatro inscripciones en la Lista del Patrimonio Mundial concedidas por la UNESCO: la Mezquita-Catedral (1984), el Casco Histórico (1994), la Fiesta de los Patios (2012) y Medina Azahara (2018). Además, nuestra ciudad disfruta igualmente del título de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad concedido al Flamenco (2010) y a la Dieta Mediterránea (2013), algo compartido con el resto de España. La UNESCO (Organización Cultural, Científica y Educacional de Naciones Unidas), reconoció en 1994 la importancia universal de los bienes históricos cordobeses. La categoría de Patrimonio de la Humanidad se concede con el objeto de proteger y preservar nuestra cultura
Córdoba, además de Patrimonio es primavera, es el éxtasis de abril y mayo, es el despertar y la explosión de sus flores, regadas con las lentas aguas de nuestro río. El nombre de Córdoba, tallado sobre aquel excelso muro gongorino, coronando con orgullo las torres Santas y Califales, más que imperiales, son sus personajes ilustres y singulares, sus biografías y hagiografías, un arte torero que rompe las fronteras de Santa Marina e inunda el mundo, sus hazañas militares, sus grandes gestas históricas que cambiaron el curso y el rumbo de la Humanidad y de Occidente, con su mezcla judía, musulmana y cristiana, con su marcada estela sobre los Grandes Capítulos de la Historia.
Córdoba es luz, arquitectura, es el entramado urbano por el que se pierde el alma cada madrugada, entre aromas de azahar. Es un recuerdo grabado en mi pecho en ese tramo que va de Claudio Marcelo hacia la Plaza de la Compañía a través de Conde de Cárdenas, embrujado por esos cítricos aromas y los efluvios de un Baco montillano, y es que somos el espacio que hemos habitado y las calles que hemos recorrido, como penitentes, pendencieros o mártires.
Ese espacio urbano y arquitectónico no es algo que nos pueda resultar ajeno, sino que es una pieza fundamental en nuestro propio carácter, en la manera de pensar, de vivir, de amar y sentir nuestra ciudad, y realmente Córdoba es arquitectura poética: fachadas, balcones, puertas, cornisas y ventanales que tiene mucha historia que contar y muchos secretos que custodiar.
Otra cuestión que otorga esa singularidad a nuestra ciudad es el “ ser cordobés “, es decir nuestro carácter e identidad. Nuestra ciudad tiene una personalidad propia y en alguna ocasión puede resultar chocante. Hablamos de un carácter o una forma de ser interior, introvertida, celosa, como si lo que sucediese en el cuaderno de bitácora de esta legendaria urbe, a los cordobeses, nos resultase ajeno, banal y lejos de otorgarle importancia. Está fuera de lugar o fuera de cualquier argumento culto y erudito culpar de ello al llamado “espíritu senequista“. Lucio Anneo Séneca, nuestro paisano más ejemplar, ilustre e internacional, que como buen de defensor del estoicismo, era lo contrario a ello. El espíritu inconformista del senequismo debía traducirse en una defensa absoluta de “ lo nuestro “, es más, a nuestro paisano le costó la vida defender la lógica y la verdad.
Por esa pasividad y ese carácter, por ese silencio que a veces nos convierte en cómplices, por esa sensación de muerte frente a los grandes problemas que afectan a nuestra ciudad, es por lo que Pío Baroja sentenciaba que “no está muerto, Córdoba es un pueblo que duerme”, o por lo que el conde de Casa Padilla, D. Carlos Ruiz Padilla suele afirmar que “ Córdoba es un panteón para toreros“. Volviendo a Séneca, debemos suscribir aquello de “ prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones “. Quizá así a Córdoba le iría muchísimo mejor.
Ahondando en el carácter cordobés, son varios los autores que coinciden en que es una identidad difícil de definir, algo muy diferente a lo que sucede con otras ciudades andaluzas. Córdoba es una ciudad serena, íntima, es de vivir de puertas adentro. No exteriorizamos ni teatralizamos tanto nuestros sentimientos, como sí hace Sevilla, -entiéndase este comentario sin ánimo de crítica a la ciudad hispalense, que particularmente admiro y respeto-. Somos una ciudad que aún hoy tiene que soportar la responsabilidad de haber sido una de las grandes urbes de Occidente.
Somos un ejemplo de interculturalidad, de tolerancia, una ciudad donde los habitantes estamos vinculados a su inmensa historia. Los cordobeses estamos apegados a la tradición, a las costumbres populares, a la religiosidad, aunque hoy nos encontramos ante una sociedad más plural, pero que sigue manteniendo lo fundamental. Presentamos un carácter definido por ese crisol de culturas, como sentenciaban D. Julián Hurtado de Molina, Cronista Oficial de nuestra ciudad.
Los cordobeses somos ese Séneca indolente, prudente, que observa y al final sentencia, como se recoge en las declaraciones del antropólogo y economista Carlos Cabrera. Pese a todo y sobre ese carácter intimista, somos una ciudad que rebosa en el valor que le otorga a la convivencia, ejemplo de su forma de entender la vida, una ciudad que deslumbra. Nuestro carácter y nuestra identidad está marcado enormemente por esos grandes episodios históricos que durante siglos hemos vivido, algo que nos convierte en una ciudad melancólica, cuestión que se traduce en nuestro ADN. De esa melancolía nacen los versos de Pablo García Baena, “ el capitel roto por la ortiga “. Con eso lo entenderá todo, querido lector.
Miguel Ángel Castellano Cañete
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