La Mariposa y la Invención de la muerte de Luis F. López Noriega
Si ahora imagino mi muerte, no lo hago tanto por la inevitable sucesión de las causas a los efectos como por la azarosa y recurrente aparición de aquella belleza completa, asombrosa en sus contornos, resplandeciente y enceguecedora en sus colores, justo cuando sus alas se desplegaban en las horas del alba antes de cada final.
No se equivocó aquel narrador llamado Marlow cuando contó que dos hombres y yo esperábamos hacerle una emboscada a un escocés llamado Stein que comerciaba pimienta y otras cosas más al interior de Célebes. Pero ese hombre era rápido con su revólver y enseguida disparó en el recodo de aquel camino despachándonos de buenas a primeras. Tampoco dejó de decir Marlow que yo recibí la bala en mi pecho y que quedé tendido en el suelo pateando al aire.
Sin embargo, lo que no sabía aquel contador de historias era que antes del tiroteo ya había visto aquella mariposa revoloteando en unos arbustos. Su belleza frágil, armoniosa, exacta, dio unos cuantos aleteos antes de que despuntara el alba. Fue ahí, en ese efímero momento, cuando vislumbré lo que seguiría en mi destino. Marlow tampoco relató que mientras agonizaba, y aquel escocés se acercó a mí para constatar algún resto de animosidad y terminar lo que había iniciado, aquella mariposa rozó con su sombra mi frente. Supe que este era apenas el inicio de una persecución sin fin…
Después me encontré cara a cara otra vez con mi perseguidor. Parecido a Stein, de facciones delgadas, cabello canoso, y ademanes delicados, me lo presentaron en una aldea de indios en el Alto Sinú a donde yo había ido como ayudante de un profesor de antropología. Él se presentó como simple comerciante de madera. Sus ojos, como los míos, destellaban en sus profundidades la intensidad del deseo que nos había hecho desplazar miles de kilómetros desde las costas y las islas orientales hasta la espesura del monte, el calor, y la humedad ecuatorial. No pronunciamos más palabras. Pero tenía claro que ese hombre sería otra vez mi verdugo.
Yo estaba asentado en esa tierra. Tenía mujer e hijos. Parecía que la tranquilidad de mi casa, al ser respirada con dócil energía, vertía en mi pecho un cielo abierto sin nubes de un azul profundo y esperanzador. Por las madrugadas, justo antes de los primeros rayos de sol, salía a la terraza a darle un vistazo al jardín y tomar una taza de café. Fue preciso ahí cuando vi otra vez a la misma mariposa posada sobre unas hojas del laurel antiguo que sembramos mi esposa y yo. Quieta, sus alas desplegadas relucían de colores, y sólo hacía un sutil movimiento como de vigilia. Entonces, de manera súbita, emprendió vuelo. Y de repente mi verdugo apareció. Sacó su pistola y descargó en mi barbilla la primera detonación que astilló mi cabeza por detrás. Luego hizo dos o tres descargas más cuando me encontraba en el suelo, y se dio a la fuga.
Años después me desempeñaba como jefe de redacción del San Francisco Star. Alquilé un pequeño apartamento en el segundo piso de una casa victoriana en Álamo Square, y por las tardes, luego del agitado transcurrir de las horas revisando una y otra vez las noticias con tal de lograr una forma límpida y ágil en la redacción de ese periódico, solía regresar caminando a paso lento, observando las calles, los autos pasando raudos por la avenida, y las mujeres paseando a sus hijos en grandes coches muy coloridos rumbo al parque. Por las noches las ocupaba escuchando música o yendo al cine.
En la madrugada del seis de abril, al no poder conciliar el sueño, decidí salir al balcón a respirar ese aire fresco que infla los pulmones y hace ensanchar las costillas para luego salir expulsado en un resoplido de exhalación vivificante. Y justo ahí, entre las plantas que tenía en pequeñas materas al borde de una ventana, la vi de nuevo. De una blancura brillante absorbía con delicadeza el néctar de las diminutas flores. Pero al sobrevenir una suave brisa del mar empezó a aletear muy rápido hasta desaparecer.
Fue entonces cuando, mientras intentaba seguirla con la vista, me fijé que en la esquina de la calle un extraño hombre de gorra aguardaba con su bicicleta junto a un poste, y observaba hacia mi balcón sin distraerse. Presentí lo que esa figura esperaba. Entré rápidamente al apartamento. Unos minutos después de cerrar la puerta de vidrio del balcón vi que aquel hombre emprendió carrera en su bicicleta, y justo cuando pasaba debajo del apartamento, en un acto de equilibrista, soltó sus manos y lanzó con velocidad de beisbolista profesional una granada de fragmentación que cayó precisa en la ventana donde momentos antes se había posado aquella mariposa maldita. Al estallar volaron mis restos junto con los escombros y los vestigios de una tranquilidad nuevamente arrebatada.
Hoy, aquí, en esta habitación de sanatorio, en medio de una claridad matizada por una sucia cortina que convierte en lechosa la luz que augura un amanecer fresco de primavera, observo que la mariposa ha entrado atravesando una ventana medio abierta que da a la calle, y aletea suavemente sobre frascos y tubos. Permanece unos minutos encima de unas flores artificiales y luego se marcha por donde entró. Entonces tocan a la puerta.
Ahora entiendo que, en realidad, así como creo que en el azar la belleza de esta mariposa aparecía y desaparecía; mi verdugo, quien da vuelta a la perilla de la puerta, busca mil ardides para acabar con la amenazadora sombra de sí mismo. Porque ese verdugo que busca, mata, y huye, soy yo…
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