Santa Cecilia por Raimundo Martin Benedicto
Los árboles duermen de noche y por eso me atrevo a escribir esta historia. Pero me vais a tener que echar una mano, los cinco, porque yo no puedo concentrarme por el ruido que hacen los vecinos. Están de obras y no hay quien pueda trabajar así. Aunque puede que esté confundido y sea mi padre el que molesta moviendo el cabecero. ¡Cómo sonreía mi madre cuando lo atamos a la cama! ¡Al gran hombre, al señor alcalde!
—Ya voy papá. ¡Que ya voy!
Tantos trajes caros, tanto cuidarte la barba, y ahora mírate: morado, famélico y con el olor a mierda y a meados verdeando las paredes. Doña Mari Carmen abusaba de mí, ayer llovió un poco, sólo para manchar los coches recién lavados, y a ti tuvimos que atarte para que no siguieras pegándole a mamá hasta que le crujieran las costillas. ¿Te acuerdas de lo que le decías? “Toma, por tener el vientre podrido y no habérmelo dicho, por haberme dado un hijo subnormal”. ¡Qué bien, qué bonito! ¿Y quieres que sea yo el que te suelte? Díselo a la mamá, que a mí no me apetece. ¿Y quién llamará a la puerta? Llevan toda la mañana tocando el timbre y así no hay quien haga nada.
—Abre hijo, que soy yo, me he olvidado las llaves. ¿Cuánto llevas sin cambiarte esa camiseta? Dúchate, anda, que ya son las doce y nos tenemos que ir.
¿Pero cómo quiere éste que me duche? La bañera está llena de cristales y los vecinos me van a ver por los azulejos huecos. Hoy papá huele a ladrillos, seguro que viene de tirarse a doña Mari Carmen. Siempre le ha fastidiado que yo le gustase más, pero ahora es él quien se la cepilla. Es normal, se aprovecha de que yo no puedo salir de casa. Se cree que no me entero. No, no me dejan salir, y hace mucho calor. No paro de sudar y me escuecen los ojos. Venga, vosotros, contadle a la gente cómo es mi casa: muy grande, muy antigua y muy calurosa. No, hombre, no. Así no. Como nos enseñaba doña Mari Carmen: “En mi morada las tardes transcurren como en una matriz rebosante de bilis tibia y amarilla: sin ventanas, sin cortinas, sin persianas”. Qué cursi estás hecha, Mari Carmen; me gusta más cómo habla mi madre, es algo más directa: “Tus ojos son marrones, como la mierda”. Siempre prefirió los de Roberto: azules, como los suyos. Tengo que atarme los zapatos. Porque Roberto siempre fue el guapo, el que corría más, el que le gustaba a las vecinas, el que iba a hacer Arquitectura y no FP, como yo. Todas las amigas de mamá decían que qué suerte tenía de que mi hermano me cuidara y me acompañara siempre. Pero si yo era más alto y más fuerte, ¿cómo iba a cuidar de mí?
Creo que hoy es Santa Cecilia.
Recuerdo cuando vinieron nuestros primos y no quisieron que yo fuera con ellos al cine, sólo Roberto, que él no habla ni hace ruidos raros. O cuando la hermana de Lucía se reía de mí en aquel restaurante chino porque empezaron a picarme las hormigas en el cuello y salí corriendo. ¡Putos zapatos! ¿Y ahora quién llama a la puerta?
—¡Que no ha llamado nadie, hijo! Que no ha llamado nadie. Que no ha llamado nadie…
Sí, marrones como la mierda. Tengo que atarme los zapatos pero me sudan las manos y no puedo. Mamá os tiene a todos engañados: la gran señora, la buena mujer destrozada desde que se le mató un hijo. Porque a vosotros, a los seis, nunca os ha susurrado con su aliento a hierro y yogur que “eres un inútil como tu padre y no te mato por no ir a la cárcel”. Siempre con su blusita blanca, su pelo cardado y las perlas. La hija del gran terrateniente que se casó con el hijo del boticario, el que iba para senador y se quedó en pedáneo con aires de David Niven. Con lo delgada que es y la fuerza que tiene. Fue ella quien ató a papá a la cama aprovechando que estaba muy borracho. Es que me cuesta mucho atarme los zapatos. Ya no reza el rosario y tampoco invita a sus amigas porque le da vergüenza que me vean, y prefiere quedarse en su cocina roja, con muebles y rodapiés rojos, y sillas rojas, y cocinarme esa tortilla roja que le sale tan buena. Qué fina es, qué educada: siempre come muy tiesa, bocaditos pequeños, limpiándose los labios con el pico de la servilleta y vino del bueno que sólo le moja esa boca rajada que nunca deja de sonreír. ¡Por Dios, mamá, átame los zapatos! Seguro que no quiere ayudarme, prefiere ir a asear a mi padre. Me imagino que le está cambiando esas sábanas arrugadas y apestosas que ya parecen de arcilla. “Deja que te lave, cariño, y te eche un poco de Agua Brava, siempre te ha encantado”. Eso quisiera él, que le tratara así: me parece que no, que lo que le estará haciendo es mirarle fijamente, y sonreír recreándose en la mordaza y los nudos, y susurrarle que “no te voy a soltar nunca, y no te mato porque quiero verte morir de hambre”. Tenía su gracia verlos andar por la calle como si fueran los alcaldes de Madrid y no de un villorrio, paletos ricachones y estirados que dentro de su casa se dedicaban a escupirse sangre.
La suma de corrientes que entran a un nodo es igual a la suma de las corrientes que salen del nodo.
Dicen que los Guerreros de Xi’an no son muy altos, pero que si los miras desde abajo parecen gigantes. Yo siempre he visto así a mi padre, desde abajo, como un coloso perfumado. Pero ahora está cansado, arrastra los pies y tiene ojeras. Con lo presumido que siempre ha sido, lo fotogénico, quise hacerle un retrato con las pinturas que me regalaron pero no me dejó porque decía que nunca lo terminaría, porque soy un inútil y un gandul. Un inútil y un gandul. ¿De qué tendremos clase hoy, de Sociales? Un retrato, sólo le pedí eso, y no quiso el muy cabrón.
—Te llama la mamá, papá. Hoy no dice nada pero creo que ha hecho tortilla.
—Te he dicho que te duches. He pedido un taxi para llevarle flores a tu madre y a tu hermano.
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