Añicos de un fragmento por Victoria Calvo
Dividimos las vivencias en horas, minutos y segundos. Medimos los espacios, las dimensiones y las alturas. Delimitamos los pueblos y los países donde se han fraguado nuestros recuerdos e invocamos el poder de la matemática como estandarte de nuestros éxitos y triunfos. Separamos las secuencias de la realidad exiliando del entendimiento, la sucesión ininterrumpida de muchas de las sensaciones que han conformado nuestra identidad.
Desde que la humanidad es consciente del orden cíclico, el ser humano ha inventado el artificio más importante de la historia. El hombre creó el tiempo y se permitió la licencia de construir máquinas para desmembrar la realidad en millones de añicos. Inventó relojes de sol, agua y arena. Fabricó relojes de pared, de bolsillo y de cuerda y los ató a nuestra muñeca para que el silencio digital convirtiese el tiempo en un fantasma del futuro.
Los actos estructurados, como consecuencia irremediable de la evolución, han convertido nuestro cerebro en un sistema neuronal interconectado a una infraestructura mental diseccionada del espacio-tiempo. Una constante pareidolia que estratifica la percepción del universo conocido.
Si contemplásemos el movimiento de una formación nubosa sin plantearnos su forma, su color o su velocidad de desplazamiento empujada por las corrientes de aire, la mente, libre de la acostumbrada fragmentación, disfrutaría de la sensación única de claridad, ligereza y libertad de un fenómeno natural que existe, se expande y desaparece en un nuevo estrato o cumulonimbo. Podríamos adherirnos a la temporalidad como elemento sucesivo, constante y no medido al igual que hicieron nuestros antepasados hace miles de años.
Antaño, el cerebro se adaptaba a los ciclos lunares en los que el astro de plata dictaba el orden de crecimiento de los campos. Nuestros ancestros observaban el flujo de las estaciones y contemplaban como los océanos inhalaban y expiraban vida en cada bajamar y pleamar.
Si recuperásemos esta herencia atávica comprenderíamos la atemporalidad de la existencia. Los infinitos instantes del devenir, huellas imborrables del destino, se disgregarían en la plenitud de la experiencia pausada, en la permanencia del efecto después de la causa y en la consecuencia imparable de considerarnos un fragmento indivisible de la eternidad.
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