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REVISTA CULTURAL BLANCO SOBRE NEGRO


 

La Sutil Esclavitud de Carmen Torronteras

Manuel dobló el brazo hasta la espalda. Pretendía alcanzar un lugar del centro de la misma. A las dos generaciones anteriores, llegar a ese mismo punto, le había resultado mucho más complicado al no haber desarrollado el alargamiento de los dedos de ambas manos. Ni su padre ni su abuelo. Ninguno de los dos ascendientes había sufrido semejante metamorfosis. Como tampoco nadie en las generaciones anteriores. De hecho, los dedos de las manos de ambos, padre y abuelo, eran la mitad de largo que los de Manuel porque no los usaban con la frecuencia y la destreza que este. El padre y el abuelo enmudecían entre asombrados y disgustados al contemplar la rapidez con la que el muchacho pulsaba alternativamente sobre la pantalla del móvil. El joven dedicaba más tiempo a atenderlo, absorto con las imágenes que salían de esa pequeña máquina que lo idiotizaba, que en escuchar a los que estaban a su alrededor. El niño no sabía que hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los nietos aprendían de sus abuelos por los relatos y las enseñanzas que le transmitían. Era una cosa muy rara, una costumbre muy pasada de moda, a la que se llamaba, técnicamente, tradición oral. Manuel, solamente alejaba los ojos de esa brillante pantalla y los dedos de ese frío cristal, si tenía la necesidad de pedir alguna cosa. Puro interés. Sustituía la comunicación con sus padres o hermanos por un contacto frío, distante, onomatopéyico, como mucho, monosilábico: “!uuhhh, ahhh, quééé…!”.

El padre y el abuelo de Manuel estaban encantados con el invento. Realmente era maravilloso. Este nuevo aparato telefónico poseía características que facilitaban ciertas tareas: podían usar el llamado gps, que era como un mapa parlanchín. Una voz femenina indicaba el lugar donde quisieras ir, por recóndito que estuviera. A los sitios siempre se había llegado preguntando a otra persona. Con este aparato podías llegar donde quisieras sin necesidad de preguntar a alguien. Es más, lo encontrabas y ya no  preguntabas porque preferías escuchar esa voz fría y muerta que, a veces, podía equivocarse, y mandarte a otro lugar diferente. Era solamente una máquina, y ya se sabe: las máquinas no tienen ni alma ni inteligencia. Dependen del listo que las programa y que en su delirio quiere convertirse en Dios.

Este invento podía hacer las veces de cámara fotográfica, de aparato de radio o, incluso, de ordenador…… ¡Hasta podía ser un pequeño televisor!.  Era chiquito en dimensiones, pero con una gran capacidad para hacer múltiples cosas.

El padre y el abuelo de Manuel no podían comprender cómo un robot en forma rectangular y de dimensiones limitadas, hubiera cambiado la manera de relacionarse de los seres del planeta Tierra. Debía ser tal el negocio que originaba para unos cuantos ricachones que lo usaban hasta en rincones del planeta donde la libertad era una palabra desconocida y la vida era subsistir en tiempos oscuros. El mundo podía estar al alcance de las manos para quien tuviera este pequeño robot. Ya fuera para hacernos la vida supuestamente más fácil con la destructiva trampa de la comodidad. Ya fuera para el Mal. El mundo más lejano, el más intrincado, el más oculto estaba en manos de cualquiera, sin embargo, contradictoriamente, el entorno más cercano, el más natural, el familiar, el lado más humano de las relaciones realmente personales estaba condenado a extinguirse con una extraordinaria rapidez por falta de atención, por falta de interés personal. Esa era su auténtica realidad.

Esos largos dedos de Manuel, a quien sus amigos cambiaron el nombre por uno anglosajón queriendo ocultar su identidad en una prueba clara de complejo de inferioridad e ignorancia, aparecieron en otros muchos miembros de su misma quinta. La quinta de los dedos largos, era como lo apodaban sus mayores. Semejante alargamiento apareció como desapareciera la muela del juicio en algunas personas cuando su inutilidad resultara evidente porque el hombre ya no mordía raíces. Era una contradicción que un teléfono de múltiples posibilidades supusiera el preámbulo en la muerte de la comunicación telefónica. Las personas dejaron de llamar para felicitar los cumpleaños. Simplemente mandaban guassaps. No felicitaban        las Navidades con tarjetas de Nacimiento sino con videos de renos u otras cosas que nada tenían que ver con el nacimiento de Quien vino a traer Amor con mayúscula, Paz y Perdón.

En una supuesta era de la comunicación en la que podían relacionarse gentes de una punta a otra del planeta seguimos como en el cuento del flautista de Hamelin. Seguimos a alguien con una hipotética melodía que nos hace pensar en el futuro de las relaciones está ahí, que estamos en la cima. Que nunca, jamás, el hombre estuvo más comunicado que ahora que ponemos nuestro tiempo y expectativas en una máquina que adoramos y de la que no podemos prescindir porque parece faltarnos el aire. Al despertar cada mañana ya no miramos el Sol, nos ocultamos de él, ya no miramos el celeste del cielo para agradecer la vida. Lo hemos sustituido por un toque pronunciado y varios números usados como un código para despertar a este nuevo señor de nuestro tiempo que nos tiene idiotizados con una sutil esclavitud de la que no supimos deslindar lo verdaderamente provechoso de lo adictivo y pernicioso. Tenemos más medios para que nos atrapen, pero, también, más distancia para enfriar la humanidad. Es una falacia. Un sueño interesado. Un espejismo de comunicación, un elemento de control de unos cuantos sobre la mayoría del que cada día somos más y más esclavos. Idolatramos a este nuevo señor que cada vez se alimenta mejor de nuestras vidas. Puede llegar a ser oscuro enemigo. El invento lo han vuelto perverso quienes lo manejan. Para ellos, eso es lo interesante. Controlar tus pensamientos, tu libertad y tus palabras. Se vuelve perverso cuando la máquina sustituye al ser humano y no levantas la cabeza para saludar a quien está próximo a ti. Cuando eres incapaz de intercambiar unas palabras de calidez. Eso es sólo el detalle de una realidad más profunda. El nuevo amo es absorbente y tan divertido, a pesar de su frialdad, que no necesitamos a nadie a nuestro lado. Nos ofrece cuanto aparentemente necesitamos, aunque sea incapaz de darnos un abrazo o escuchar nuestras tristezas. En realidad, no estamos en el tiempo de la comunicación sino en el tiempo de la más sutil incomunicación. Mantén los ojos bien abiertos para comprobar que hay soledades en multitudes y que esas soledades se ocultan en muchos de los guassap enviados a supuestos amigos desconocidos.

En realidad, no estamos en el tiempo de la comunicación sino en el tiempo de la más sutil incomunicación. Para una mayoría, magnífico invento. Para unos pocos, esclavitud de la que es difícil huir. Centro de nuestro tiempo. Dueño del mismo hasta el punto de articular nuestras vidas. Algunos tuvimos la suerte de conocer la Era de la Humanidad. Un tiempo de luces en el que nuestra atención estaba libre y dispuesta para comunicar con un desconocido  que pasara una rauda mirada coincidiendo con nuestros ojos… Nuestro corazón y nuestra mente estaban ajenas a un pequeño aparato sobre el que habría de girar nuestra vida y nuestro tiempo.. Los niños de hoy van cargados al colegio de un teléfono móvil. Siempre hay un pretexto para ello. Lo han transformado en un apéndice necesario, casi forma parte de su cerebro. Así atraviesan las puertas hacia una era, un mundo menos cálido. Menos humano. Una era en la que el hombre habrá desistido de la posibilidad de intercambiar pensamientos propios y sentimientos sin límites, simplemente mirándose a los ojos, con la fuerza de la palabra y la presencia. Un guionista de cine podría plantear en un futuro cercano el argumento de una siniestra película en la que el más novedoso y moderno aparato comunicador no necesitara ser tecleado sino ser sustituido por un nuevo modelo, un chip, incrustado en alguna parte de la cabeza, cada vez menos pensante. Un elemento mucho más sofisticado, nueva versión de la pulsera que llevaban los esclavos para indicar su pertenencia a un siniestro amo que supuestamente te cuida.

Al abuelo y al padre de Manuel, este pequeño robot, les pareció un invento maravilloso pero siempre supieron que no era más que una máquina para facilitar pequeñas cosas y lo que desde luego tenían claro era que no era bueno subordinar la presencia humana a una máquina, que la palabra de un amigo era más valiosa, que no interrumpirían una conversación por atender la llamada de un mensaje, que no dejarían de hablar con una persona presente para atender a un ausente pero, sobre todo, que a su hijo, Manuel,  habría que indicarle que si estaba acompañado de una persona debía dedicar su atención, debía aprender que la realidad de la comunicación era respetarse y acercarse a los seres humanos. No alejarnos del civismo, el respeto y la humanidad.

 

Carmen Torronteras de la Cuadra

Sevilla, año 2019