Caminé hacia un bosque de crepitares y crujidos rotos. Las raíces de los árboles engullían otoños y primaveras. Bebían con lentitud siglos de invierno. Reptaban por la tierra a través de líquenes y musgo hasta un viejo roble de cuyas ramas brotaban estrellas y planetas. Su tronco ahuecado pestañeaba con ojos torcidos, imbuido en aquella parsimonia de los que lo han visto todo.
En su corteza brillaban las palabras olvidadas de antiguos códices secretos y de su savia, fluía la esencia de los incunables. Mientras el roble hablaba, la fronda contestaba con su debate simbiótico.
«Hace miles de años, mantuvimos la vida en la Tierra. Prometimos que todos los seres tendrían su lugar bajo nuestras ramas. Sólo hablábamos de siglo en siglo cuando el planeta y sus criaturas se transformaban. Pero cuando los cachorros humanos descubrieron la sangre de nuestros abuelos no pudimos dejar de hablar. Los humanos utilizaron nuestros cuerpos y el conocimiento de cada libro se grabó en nuestras almas.
»Nuestros antepasados han transmitido ese conocimiento durante generaciones desde sus raíces a la Tierra. Conocemos cada palpitación, cada respiración y cada pensamiento de todo ser viviente. Es un sacrificio que asumimos para que la historia se conservase eternamente...».
El viejo roble se retorció hasta alcanzar el firmamento y el bosque elevó su alma verde hacia el cielo.
«Todos somos árbol». Los árboles callaron sus gargantas huecas. Se hizo el silencio hasta que los cachorros humanos necesitasen oír el idioma olvidado del mundo.