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Artes Escénicas/cine
25 Abril 2020
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A Propósito De Parásitos, De Bong Joon-Ho por Bernd Dietz

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WparasiteLa cinta es una obra de arte completa, redonda, compleja. Presenta una historia esencialmente arquetípica, como un relato bíblico o un mito griego. No es una comedia, aunque como toda gran historia o peripecia humana posea sus momentos chuscos, grotescos y un punto hilarantes. Sino un drama humano abocado a un final perturbadoramente trágico, en el que unos aprenden con dolor lo que les ha sucedido y otros mueren salvajemente o quedan traumatizados para siempre. Incluso la naturaleza, en forma de diluvio casi universal, contribuye a este efecto catártico, al enseñar que la némesis, la justicia o las contingencias del destino no son juguetes al fácil alcance del hombre, sino elementos dados y factores suprahumanos que nos muestran de continuo nuestra propia pequeñez, fragilidad y falta de presciencia. Paralelamente hay que señalar que recoge aspectos clásicos del arte literario, desde un uso del teatro dentro del teatro, en la escena de la fiesta de cumpleaños, tan recurrente en el teatro isabelino y jacobeo, hasta la tensión conceptual entre la planta baja de la vivienda y el sótano, que inevitablemente remite al consciente y al subconsciente freudianos, o al contraste entre el cielo y el infierno, entre otras dicotomías imaginativas.

Aunque Parásitos posee una plétora de niveles simbólicos e interpretativos, supone una parábola cerrada e implacable. Su tema es la sedicente lucha de clases, entendida de un modo que se halla en las antípodas del marxismo, tanto el marxiano como el peronista o podemita. La burguesía o clase alta que se escenifica ante nosotros es cortés, educada, generosa, meritocrática y refinada, y está dotada de buen gusto y aficiones artísticas, como la música o la pintura. No aparece como corrupta, arrogante, codiciosa o malévola. Ni por asomo. La vemos solazarse en su bienestar legítimamente obtenido, sin perjudicar a los demás. Su principal defecto es la ingenuidad, la creencia candorosa de que sus valores serán universalmente respetados.

El proletariado o clase baja, aparte de económicamente indigente y, a la postre, impregnado de un olor característico que acaba desvelando un fondo oscuro y poco grato, es astuto, sagaz y diestro en la impostura. Son pícaros de Mateo Alemán, embaucadores consumados. Dicho proletariado sabe adaptarse al terreno con sorprendente habilidad para perpetrar sus estafas sin el menor escrúpulo. Traiciona la confianza que recibe y es insolidario con sus iguales, a los que pisotea y daña en su disputa por el dominio y el botín. Lo impulsa el deseo de disfrutar cuanto está en manos de la clase alta, a la que parasita con malas artes para hacerse con el espacio, el patrimonio, los privilegios y el estilo de vida de ésta. No busca una inexistente igualdad, ni una impracticable justicia redistributiva, porque en el fondo adora el lujo que envidia en sus contrarios, sino el robo y la usurpación. En aras de lograr esa meta, no sólo no siente la menor fraternidad hacia sus iguales, los que son pobres como ellos, sino que los pretende machacar como rivales.

Las críticas que he leído de la película se me antojan interesadamente erradas, para acomodar la hermenéutica a una lectura biempensante o progresista. O bien se esfuerzan en describirla como una sátira desternillante, para despojarla de cualquier realismo, o bien se empeñan en convertirla en un alegado contra el capitalismo coreano y en una apología de los supuestamente damnificados por el mismo. Nada más disparatado ni más cogido por los pelos, para quien piense sin anteojeras. Un cineasta puede expresar la ideología que desee, si tal es su inclinación o encomienda, o puede fabricar un relato no propagandístico, sin servicialidad sociológica, para nutrir la meninges del espectador. Es a todas luces el caso de Bong Joon-ho. Y es que cuando se produce una pugna por la adquisición de la afluencia y de una existencia confortable, el conflicto es asimétrico. La clase alta entiende que se ha ganado lo que tiene por trabajo, mérito, herencia de los antepasados y libre despliegue de la aptitud y el talento. La clase baja se alimenta de la envidia, el resentimiento y la ambición de poder. Sobre ese resentimiento y esa voluntad de dominio escribieron páginas memorables Scheler o Nietzsche. Ni que decir tiene que, como en la dialéctica del amo y del siervo hegeliana, la segunda es superior a la primera, por su dominio de determinadas pericias básicas, así como por su mejor disposición al sacrificio, el embeleco, la transgresión y la rapacidad. En algo se parecen las dos familias, sin embargo, y es en sus lazos de lealtad en el seno de su comunidad de sangre. Padres e hijos se quieren y se ayudan férreamente entre sí, dando testimonio de la fortaleza del vínculo biológico.

Si Parásitos derriba la peregrina idea del buen salvaje, desmintiendo que exista una virtud superior en la modestia social, profesional o cultural, o que la zafiedad y la ignorancia estén envestidas de superior nobleza, también atestigua la imposibilidad del socialismo, salvo que por socialismo entendamos una dictadura en la que la pobreza y la escasez sean generales y ubicuas. El proletario quiere vivir como rico, no como pobre, ocupar, en el sentido en el que los okupas ocupan viviendas, lo que otros han conseguido o se han labrado con el sudor de su frente. Quiere apropiarse de lo ajeno, como el chorizo que roba un coche de lujo para pasearse con él y estrellarlo, porque no le duele romper lo que no le ha costado esfuerzo adquirir. Quiere travestirse de señor, siendo un mendigo, como en la famosa Cena Final de la Viridiana de Buñuel. También llegamos a pensar, por supuesto, en la película El sirviente, de Joseph Losey. Pero el afán de suplantación del socialmente inferior es a la larga, o a la corta, insostenible, porque los bienes se agotan rápidamente y porque, a la postre, lo que inconscientemente persigue tal sistema, en la práctica, no es nunca la mejora individual o colectiva, que requieren otros mimbres, sino la destrucción vindicativa de quienes son mejores.

En este sentido, y volviendo a la dialéctica hegeliana, Parásitos demuestra que los de abajo tienen todas las de ganar respecto a los de arriba. Mientras los primeros se confían, creen en el orden de las leyes y en las escalas del merecimiento, y se han olvidado de la necesidad de defender lo propio con determinación y fiereza hobbesianas, los segundos lo tienen todo a su favor. No están constreñidos por la moral o la legalidad, se perciben justificados en su resentimiento y hambre de venganza y, por supuesto, están acostumbrados a escuchar el mensaje cristiano de que los últimos deben ser los primeros, gracias a su evangélico marchamo de víctimas. Es lo que les dicen constantemente los políticos, los educadores, los intelectuales o los predicadores. Y revolución significa, por supuesto, ponerlo todo patas arriba.

Parásitos exhibe el inmenso valor de ir contracorriente, de iluminar las miserias de lo que denominan políticamente correcto, que supongo es una forma sibilina de decir éticamente insano o filosóficamente insensato. Naturalmente, como cualquier creación artística de relieve, es también una sutil mancha de Rorschach, en la que cabe que cada cual vea reflejados sus prejuicios, sus errores de juicio y sus presuposiciones cognitivas.

Bernd Dietz

Tags: Cine, Bern Dietz, Bernd Dietz, Crítica, Opinión
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