Ahora es un museo de nombres antiguos.
La inquietud los devora.
Retengo figuras en la sombra,
moviendo las manos en sus quehaceres,
tejiendo la seda de la vida.
Sin mirarme, sin verme...
Este instante es cómplice de la eternidad.
El tapiz de la ausencia nos separa.
Y no pueden verme.
En el silencio penetra una luz dorada,
azotada por el viento gélido que peina el mar.
Lleva una canción en el misterio de su resplandor,
pero no canta.
Los nombres del pasado están escritos en letreros
que bambolean mecidos por el viento.
El tuyo tiene tu sabor en mis labios,
a sal,
al imposible retorno del pasado.
El resto de los nombres tienen ese tono apagado
de los objetos lamidos por la lluvia, el viento y la arena.
En algún momento todo cambia,
entras en el escenario y seleccionas las fotografías
que enseñarás al que hay en la orilla,
justo en el punto de partida,
otro tú,
un hijo de nombres agujereados,
un desconocido que lleva la voluntad del alma tatuada
y que pregunta por las figuras y los nombres
para reconocer su sombra y desarmarla.
Y al final nos heredarán nuestros hijos
ascendiendo por las frágiles ramas del árbol familiar,
donde tiene su hogar la luz que no canta.
Les explicaremos,
entre los sorbos de un agua salada,
quienes dejamos de ser.
Y nos verán reflejados en la orilla.
Por Carmen Espada