La Urna De Adán por Luis F. López Noriega
“¡Incendiaré toda esta maldita ciudad de porquería, van a ver!”
Así hablaba Adán cuando caminaba deprisa por las calles del centro rumbo a su pequeña oficina en el segundo piso de un edificio ruinoso que todos llamaban “la urna de la hediondez”; primero, porque Adán había fundado una revista de actualidad titulada “La Urna del Tiempo” en la que la mayoría de las veces se dedicaba a publicar el acontecer oscuro de los personajes más renombrados de aquella comarca; y segundo, porque ese edificio en realidad se encontraba deshabitado en varios de sus pisos, así que esto lo aprovechaban los vagabundos para desahogar el vientre en los rincones o acumular cualquier especie de restos de comida, o de cartones ennegrecidos por el hollín del bazuco y la marihuana, o las inútiles hilachas de pantalones sucios por la costra vaporosa y pestilente de las desgastadas noches y los días desbaratados.
Adán presagiaba que en cualquier momento llegarían a buscarlo; pero no a su sitio de trabajo, porque los vagabundos lo respetaban tanto que ya habían conformado una suerte de ejército de defensa de la libre expresión. Y una matanza de tales características alcanzaría magnitudes catastróficas para la dirigencia de la ciudad, sobredimensionada además por los medios de prensa escrita y radial de la órbita pueblerina. No. Llegarían a su casa. Preguntarían por él en medio de la noche fresca y rodeando calles desoladas, como siempre se suele hacer en estos casos.
Luego se lo llevarían y en uno de los descampados en las afueras de la ciudad lo acribillarían a tiros de fusil, pistolas, y mini uzis. Después borrarían cualquier rastro tanto de su cuerpo como de su pendenciera revista de cotilleo. Así pasaría al completo olvido. Esto era lo que llamaban la verdadera “vaporización”.
Pero Adán a veces exageraba; porque después de todo, ¿quién se ocupaba en leer aquellos párrafos, algunas veces redundantes en sus líneas, que poco usaban las frases de cajón diseñadas especialmente para un público que sólo esperaba encontrar información diaria como el valor de los quintales de ñame o las cabezas del ganado porcino y vacuno?
Se metía en sus escritos, frente a la máquina de escribir Brother, fumaba, bebía aquel ron casero ligado con agua del río, y desaparecía de los contornos de aquella oficina desordenada. El humo y las letras iban penetrando sus huesos salientes. Entraban por las fosas nasales extendidas, y una vez dentro del torrente sanguíneo tornaban negra las paredes de sus costillas agitadas; desvanecían venas y arterias; incineraban los solares de sus pulmones ya de por sí asediados por el asma crónica que le surgió desde niño.
Sin embargo, el martilleo constante de la máquina de escribir resonaba en todos los pisos, y los vagabundos dormitaban tranquilos hasta las tres de la tarde, hora en la que Adán volvía a salir de la oficina a pasos agigantados, bajando las maltrechas escaleras del edificio, rumbo al taller de impresión. Al día siguiente, en viejos puestos de revistas del parque se acomodaba “La Urna del Tiempo”.
Dos camionetas negras avanzaron por calles y callejones estrechos aquella noche. Ya habían atravesado el puente, viraron a la izquierda haciendo chirriar los neumáticos y rugiendo sus motores de alto cilindraje como un centenar de leones hambrientos encerrados en una caverna del demonio. Se detuvieron frente a la casa de Adán. Bajaron al menos quince hombres corpulentos, armados desde las pantorrillas hasta los hombros con plateados fierros. Forzaron la verja de la terraza. Patearon con fuerza la puerta. Subieron al segundo piso donde estaban las habitaciones. Y sólo cuando se desvaneció el concentrado humo de unos cigarrillos, se percataron que Adán se encontraba tendido en su cama con una amplia sonrisa en su rostro sin siquiera un vestigio de respiración.
Aquellos hombres enloquecieron tanto que empezaron a discutir entre ellos. Y los gritos, y las amenazas recíprocas fueron desenlazándose en hilos de un salvajismo impensable. Los tiros y las ráfagas de metralleta resonaron en las paredes de aquella habitación e hicieron una ola que alcanzó los diez metros a la redonda en aquel barrio.
Al día siguiente nadie pudo decir con certeza cómo apareció en los puestos de revistas la fulgurante “Urna del Tiempo”, en la que resaltaba en primera página la extrañísima noticia de una matanza entre los mismos compañeros de la fuerza policial. Matanza catalogada por la dirigencia de la ciudad como “fuego amigo”…
Luis F. López Noriega
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