Junto a edificios históricos donde habitan el olvido y el abandono convertidos en apartamentos turísticos para ocupantes ocasionales que no sienten más amor por la ciudad que el de la curiosidad de un simple turista, con la pasividad y la complicidad de las autoridades que permiten el vaciado del corazón de sus propios habitantes para convertirla en museo vendido al mejor postor, vaciando su esencia y condenándola a perder su alma por un puñado de euros. De seguir así, no sólo se perderá su esencia histórica sino el carácter de la ciudad misma que no es más que el de su propia gente. Así se perderá el conocimiento real de los que la cimientan y de los que en un pasado la cimentaron para ser lo que es hoy. Así es como se intenta asesinar su alma, alejando a los suyos, a lo que imprimen su vida en la historia de la misma, ya sean anónimos o personajes reconocidos que con el transcurso del tiempo y por la brillantez de sus obras han atravesaron las puertas de lo imperecedero y son recordados en imágenes esculpidas, pintados en lienzo, o simplemente recordados en azulejos en el lugar de su nacimiento, o en el del lecho en el que la inmortalidad les alcanzó para siempre.
(Entradilla Abril 2020, coronavirus)
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Junto a palacios donde sólo habitan el olvido y el abandono. Junto a casas desiertas ocupadas por la desidia, donde reinan a la par la basura y los gatos. Junto a iglesias o conventos que se dejan arruinar por “el mal de la piedra” ante la indiferencia pública y privada. Junto a toda esa riqueza desaprovechada, existe otra riqueza aún mayor, y aún más olvidada a este lado de la ciudad: los personajes que con el transcurso del tiempo y por la brillantez de sus obras han atravesado las puertas de lo imperecedero, esculpidos, pintados sobre lienzo, o simplemente recordados sobre los azulejos de una sencilla lápida en el lugar de su nacimiento o en el lecho en el que la inmortalidad les alcanzó para siempre.
(Entradilla Mayo 1998)
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Decidí entregar el escrito en breve. Me obligué muy seriamente a trabajar sobre el tema elegido a fin de tenerlo preparado antes de finalizar Febrero. Tengo que confesar que tras una serie de vicisitudes, Domínguez, fue el personaje que me saltó a la cabeza, por lo que todo en este reportaje me pareció objeto del azar, de la casualidad… de un pensamiento de última hora, o hasta de un despropósito. Quizás, por eso, porque nada ocurre por casualidad, es por lo que finalmente la investigación y el trabajo han adquirido para mí el sentido del que parecían carecer en los primeros instantes en el que estás palabras no se habían materializado aún y volaban sueltas en el infinito de las historias no contadas.
La historia de Domínguez podría comenzar así:
“Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando que el Arte los vista de la palabra para poderse presentar a la escena del mundo”.
¡Qué hermosas palabras!.
Son las primeras frases con las que Domínguez se introduce, a modo de prólogo, en una de sus más insignes obras.
Domínguez nace en el centro histórico de la ciudad, en el espacio Oeste de la zona San Luis- Alameda. En el mayor casco antiguo amurallado de la Europa medieval. No son malas señas ni corto bagaje para un recién nacido con aspiraciones a artista cuya niñez deambula entre la calle Conde de Barajas, la casa natalicia, la calle Potro, donde se traslada por motivos de orfandad, o en sus paseos por la calle Jesús del Gran Poder donde asistió a su primer centro de enseñanza. Esos fueron sus paseos infantiles. Paseos de niño huérfano acogido junto a su hermano por una tía. Apenas había dejado de tener diez años y pasa a estudiar en régimen de internado bajo la protección estatal en la Escuela de Mareantes, hoy sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía, anteriormente Seminario Mayor, y antes que eso lugar de residencia y corte hispalense de los duques de Montpensier, constructores del palacio y sus jardines (actual Parque de María Luisa) que cedieron ambos a la ciudad. Una parte a la Iglesia como Seminario, otra a la ciudad como Escuela de Marinos.
En la época de San Telmo descubre la lectura. Son los días en que lee a Chateaubrian, a Hoffman, Staél, a Balzac, a Byron, a Zorrilla o a Espronceda. Es también el tiempo en que comienzan sus clases de dibujo con Cabral Bejarano, prosiguiendo las mismas con un tío paterno. A pesar de su corta edad es un iniciado en el mundo del Arte, no sólo por poseer un espíritu con tendencia a ello, sino por ser ese el ambiente familiar en el que su vida se ha desarrollado desde que alcanzan sus recuerdos. Recuerdos vagos, casi difuminados, pero perseverantes, de un padre siempre trabajando entre óleos, lienzos y pinceles. A los diez años, cuando otros niños corretean por la Alameda de Hércules jugando a las guerras, él escribe junto a un compañero de estudio un drama y una novela. La vida de Domínguez no se entiende sin un papel sobre el que verter a “los extravagantes hijos de su fantasía”, como el mismo argumentaba.
El 1 de Noviembre del año de 1854 sale de Sevilla y se traslada a Madrid acompañado de dos amigos en la tarea de escribir. La capital de España le parece “una ciudad sucia y fea, como un esqueleto descarnado tiritando bajo su inmenso sudario de nieve”.
La vida allí no fue tan fácil como él hubiera deseado. Se dedicaba a escribir zarzuelas bajo pseudónimo para sobrevivir, trabajando descompensadamente, sin hallar retribución económica equivalente a sus esfuerzos. Acomete el ambicioso proyecto de trabajar sobre la historia de los Templos de España. Realiza para ello una complicada tarea de investigación histórica, literaria y arqueológica y publica finalmente dicho trabajo en el año 1857.
En el año 1863 retorna a casa y pasa una breve temporada en Sevilla, inspirándose en ella para escribir una serie de relatos cortos. A decir de sus amigos es un trabajador apasionado que compensa momentos de pereza con otros de actividad febril. Gusta trabajar de madrugada consumiendo café y tabaco como vicios inseparables. Fuma, decía su amigo Rodríguez Correa, insistentemente encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior. Sus insomnios constantes, así como sus jaquecas, se deben probablemente al cambio de ritmo en sus hábitos de escritor noctámbulo. Este es un escueto esbozo de Adolfo Domínguez: periodista, poeta, escritor de teatro, ensayo, zarzuela, dibujante. Ciudadano del mundo del Arte. Sevillano en la diáspora.
Si pasa a la posteridad por su calidad poética y literaria sería un grave error no hacerle justicia por sus otras facetas que desarrolla con idéntica brillantez. No deben dormir silenciada su capacidad periodística o su habilidad para la composición musical ni sus dotes de dibujante.
Pudo ser un buen pintor de haber seguido los pasos de su padre, de su tío o de alguno de sus hermanos mayores como lo fuera Valeriano pero su inclinación era superior por las letras. Recuerda su infancia entre lápices y dibujitos infantiles como juego casi exclusivo en un niño de cinco años. Y a su padre en la tarea de retratarlos o pintar cuadros. No llegó a dar el paso de adjurar totalmente de la pintura a favor de las letras aunque sintiera mayor vocación por las palabras con el paso de los años. Su padre lo dejó en la orfandad sin iniciarlo en el rito de mezclar los pínceles en el óleo. Su amor a las letras fue complementario a su predisposición por las imágenes. Jamás dejó de dibujar. Jamás, aunque su obra haya estado oculta y dispersa. Ya en vida, algunos de sus dibujos fueron publicados, pero siempre se le relacionó con esta actividad de manera esporádica y no con la importancia que realmente tuvo para él. Hace unos años se publicaron dos libros de dibujos que dedicara íntegramente a Julia. Una de sus ensoñaciones. La mayor y más importante. Los dos ejemplares han aguardado para ser vistos públicamente no sólo la muerte del poeta –que lo había regalado a su musa- sino a la propia muerte de Julia que muy posiblemente nunca mantuvo una relación sentimental con él. Eran un centenar de dibujos a plumilla y lápiz dedicados a Julia, la inspiración que lo obsesionaba desde que la conociera en las tertulias organizadas por aquella joven cantante de ópera a la que asistía en calidad de compositor musical. El libro verde, junto a sus propios dibujos, contiene otros de diferentes escritores, incluye dedicatorias y textos, todo ellos en diferentes idiomas. Mientras el álbum rojo, de 57 páginas, comprende retratos, referencias, dedicatorias y poesías manuscritas. Ambos libros se conservan completos y en buen estado a excepción de la página 22 del libro rojo, en manos de la familia Marañón.
Como dibujante es extraordinario, con un sentido estético peculiar y fuera de lo común, parecido en algunos aspectos a Goya. Con el lápiz y la plumilla suele utilizar imágenes contrapuestas: jardines y cementerios, esqueletos, musas y diablos, el amor y la muerte….Todo ello con humor y hasta con un desenfado resignado.
De la muerte:
En el año 70 el artista dice: “Lloro por mí. Lloro por la vida que me huye”. Durante su corta existencia de 34 años, tras periodos de convalecencia, tras estancias de reposo en algún que otro monasterio, después de una tuberculosis que no acaba de abandonarle, finalmente, la muerte le alcanza. Una hemoptisis acaba con su vida y le abre las puertas para que sean “los extravagantes hijos de su fantasía” los que le lleven hasta los brazos de la inmortalidad.
Intuye el 22 de Diciembre que sería su último día. La vida, que ha parecido escapársele en otras ocasiones, lo hace ahora inevitablemente y se halla sin deseos de retenerla. Soporta trágicamente el fallecimiento de uno de sus hermanos, el más próximo, dos meses antes. A las 10 de la mañana del 22 de Diciembre del año 70 muere también sabiendo en todo momento que termina su ciclo vital. Antes quema en presencia de un amigo, Augusto Ferrán, un documento autobiográfico excepcional: sus cartas de amor porque, según él, serían su deshonra.
Son muchas las mujeres que han cautivado a este hombre introvertido, frágil y enamoradizo, capaz de convertir una relación casi inexistente en el ideal perfecto. Julia, su más dulce ideal, su peor desengaño, ensoñación más que realidad. Josefina, hermana de esta, y Elisa. Todas ellas relacionadas con el mundo musical en el que se mueve por su ocupación esporádica de compositor de zarzuela. Alejandra, un amor casi oculto cuando ya se despedía de la vida, una de las novicias de la que se enamora en uno de sus viajes a Toledo y a la que dedica una serie de poemas protegidos por el anonimato. Antonia y Elisa Guillén, alguna novia primeriza de su tierra natal y su esposa de la que se separa unos años antes de morir. Todas ellas son sueños. Musas para sus obras. Tormentos para sus recuerdos. Y legado inapreciable para la posteridad. División de su vida en un mundo onírico que nunca llega a pasar del idílico en el que parece habitar hasta el aparentemente real en el que habitamos el resto de los mortales. Ya no podremos verte de nuevo, amigo, con tu paso lento y solitario observando curioso cuanto te rodea. Ya no retornarás a tus abstracciones, a escapar a tu mundo de sueños, creado por tu mente inquieta, donde se te divorciaba el cuerpo del espíritu durante el tiempo necesario en que venían hasta aquí personajes e historias de un mundo paralelo. No volverás a cruzarte con los alucinados, los pillos del mercadillo de la calle Feria, los artistas junto a los que creciste o viviste o los viandantes del mundo cotidiano que pasean ociosos por el bello paseo de árboles y gentíos de la Alameda de Hércules de tu tiempo. Ni volverás a atravesar la Puerta de la Macarena, ni el Convento de Santa Inés donde te aguarda maese Pérez, el organista, aquel de virtuosas manos. Ni regresarás a la cercanía del río junto a la Escuela de Mareantes o a ocupar un lugar tranquilo en la Taberna del Rinconcillo esperando la llegada de alguna de las musas que solía visitarte.
Claves para hallar a un personaje:
Me hubiera gustado sentarme en la misma silla de enea y en la misma mesa de madre de las ventas donde esbozó un dibujo, desde donde observaba los personajes que después habría de convertir en inmortalidad acompañado por un vaso de vino. Habían transcurrido años desde que, atravesando la puerta de la Macarena, echaba a andar sus pasos para salir de intramuros y encaminarse a San Jerónimo. Yo hice el mismo camino, presta, sin recrearme en el paisaje que vieran sus ojos porque ya no era el mismo. Los árboles habían desaparecido pero no la casona blanca de varios metros bajo el nivel de la calle cuyo nombre estaba pintado del azul cielo en un día claro. Me pareció que había cambiado poco o nada desde la última vez que él estuvo allí. Llevaba la idea de buscar la silla más antigua y el lugar más apartado para observar sin ser observada tal como posiblemente hacía el buscando la visita discreta de las musas. Ese día no pude sentirme como si fuera el mismo en el mundo de los hijos de la fantasía, como si su inspiración y sus musas fueran las mías. La venta era un canto al ayer, un pedazo de leyenda pasada que casi pertenecía a otro mundo, envuelta entre grandes bloques de pisos y la indiferencia de los vecinos que a fuerza de acostumbrarse a verla a diario no eran conscientes de su lucha por seguir habitando el doble espacio de la realidad y la memoria. Creo que todavía se mantenía en pie no por la importancia de Domínguez sino por el desvivimiento de conservarla de Antonio Hilasen, el escultor que la salvó de la destrucción a la que la siempre, ignorantes e insensible administración pública dejaba morir los mejores restos de los hijos que engrandecen la ciudad. Aún en estos días parece que la intensión es dejarla morir en la dejadez para tener un motivo perfecto para su destrucción final. Todo lo visible en la venta se aferraba a otro tiempo: el antiguo cartel de toros (Curro Romero en pase de pecho con rodilla al suelo, el arranque flamenco de Camarón y el baile de una gitana) obra de Escacena para una corrida de la Cruz Roja del día de la Hispanidad de 1997. La calle Monasterio de Veruela en la que se hallaba tenía un significado muy preciso, con reminiscencia a descanso, a celda, a paz. Me aproximé de nuevo a la ventana ya en mi camino de vuelta. Tuve que inclinar la cabeza hacia abajo debido al desnivel con la calle para mirar al perro que estaba tendido en la entrada de la puerta de la venta. El animal estaba aburrido, ladró un poco, me volvió a mirar como si yo no existiera, posiblemente me había transformado en una musa del ayer, y no despego más el cuerpo del suelo. Entre el lugar en el que estaba tendido y el nivel actual de la calle distaba un espacio superior al metro y medio. Me resistía a irme sin ver al ventero o sin entrar en la venta. Busqué una placa que había visto entre las páginas de un libro y por fin la hallé, escondida para quien no tuviera la cabezonería de encontrarla. Esculpido en el mármol rezaba una leyenda:
“En esta casita en tiempos pasados venta andaluza, ocurrieron las escenas celebres de fiestas, de amores y de tragedia que inspiraron al insigne sevillano, al gran poeta, Gustavo Adolfo Bécquer, su famosa leyenda de La Venta de los Gatos. Los admiradores del poeta pusieron esta lápida para perpetuar y recordar este romántico recuerdo. Donada por José Suarez Durán, marmolista de esta casa. Enero de 1928”
Volví sobre mis pasos hasta la Puerta de la Macarena avergonzada de ver cómo se sepultaba la memoria de un hombre ilustre, más ilustre que cuantos lo ignoran, como si nunca hubiera estado allí o hubiera existido. Tengo la esperanza infantil que cuando se cumpla su aniversario y hagan actividades en su memoria como reclamo turístico, restauren ese pedazo de historia. A día de hoy la lápida ha desaparecido sin que nadie la haya repuesto.
En 1911 Serafín y Joaquín Álvarez Quintero trajeron al poeta y a su hermano Valeriano de nuevo a casa, a Sevilla, para que reposaran aquí la eternidad. Les dieron sepultura en la Capilla de los Sevillanos Ilustres de la Iglesia de la Anunciación cuya entrada tiene acceso por la Facultad de Bellas Artes antigua Casa de la Orden Jesuita. Allí duermen junto a los extravagantes hijos de su fantasía, que bailan en derredor porque el Arte ya los ha vestidos de poesía para ser presentados a la escena del mundo. Allí reposan ambos, en la oscuridad y la tranquilidad reunidos junto a otros tantos personajes ilustres que hicieron historia… Fernán Caballero, Arias Montano, Sánchez Bedoya... Allí reposa junto a su hermano Valeriano el poeta cuya estampa figura en un billete de cien pesetas.
¡Qué solos se quedan los muertos!, gemía Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, Bécquer, de tercer apellido.
¡Qué solos se quedan los muertos!.