Fue de noche, tarde. El sueño no venía con su manto de olvido y ya no aguantaba seguir leyendo. Mejor dicho, releyendo, porque había sacado de la biblioteca “La familia de Pascual Duarte”, de Cela, quién sabe por qué.
Me sentía incómodo, tal vez inquieto.
Miré a un costado y vi la botella de vino tinto. No dudé. El sabor áspero, con elaborada acidez, fue haciendo su paciente labor de ansiolítico mientras yo perdía la cuenta de la cantidad de copas y el descenso del sabroso líquido en la botella.
De pronto, como una revelación, recordé una vieja sentencia de un amigo: “El buen vino te estimula, te trae alegría, produce cosas”. Un alcohólico, claro, al que jamás pude seguir el tren: siempre de atrás, parando antes; bueno, como el que quiere convencerse que sólo es un simple bebedor social.
No sé cuánto tiempo pensé en eso, sólo en eso, como si fuese una idea circular que gira y gira, cuando observé la computadora y sentí la necesidad de revisar, sin interés alguno de contestar nada, apenas al modo de un pasatiempo que supuse conjugaría bien con el vino, los mensajes de mis amigos del Facebook.
Entonces apareció.
Un historiador josefino, bohemio, noctámbulo, entrañable, fino gustador del tango y del buen whisky, había subido a su muro un video del año 1993 –casero, pero prolijo, hecho por un coterráneo- rescatando una veintena de minutos en el escenario de un señorial club, donde aparecen dos cariños, dos fuertes, apretados afectos que abrazaron mi niñez y mi adolescencia, sin dejarme nunca, ni siquiera cuando la distancia, el cambio de hogar, el desarraigo, pudieron empujarme a la orfandad de aquello que uno quiso tanto en la mejor época de su vida: Juan Carlos Tagliabúe –Carlitos para mí, antes, ahora y siempre-, el mejor cantor de tangos de este país, que este país no reconoció ni en su muerte porque ese el castigo a quienes siempre piensan primero en el pago natal, el pago chico e inolvidable, que en las marquesinas y los escenarios de la capital; y junto a él, rescatado en su imagen más fiel aunque acercándose al final que nos entristeció a todos, su conmovedor tío, el violinista más impresionante que he conocido, el enorme Chiche Tagliabúe.
Recuerdo que disfruté como nunca un tango y un vals en la dulce y afinada voz de Carlitos. Recuerdo que Chiche –porque los entrevistadores de ocasión suelen pecar en reiteración real de redundancia- tuvo que repetir que había mantenido a sus siete hijos gracias al violín, que con ellos formó una orquesta típica a la que bajó la cortina un negro día en que se murió su hijo mayor, el primer bandoneón, y que siguió tocando solo o acompañando a su sobrino Juan Carlos. Y después, porque era la obligación que lo perseguía, como “Sur” a Edmundo Rivero hasta su muerte, hizo sus estupendas e inimitables versiones de “La pulpera de Santa Lucía”, de Juan Pedro Blomberg, y “El amanecer”, obra de Roberto Firpo que, dicen los que estuvieron a su alrededor más que yo, que jamás repitió de la misma forma cada una de las miles de veces que la tocó a lo largo de todo el país.
Fue un golpe directo al corazón.
Envuelto en la calidez del vino, sacudido por la emoción, me vi charlando con ellos, caminando las calles del pueblo ahora lejano, los disfruté actuando en la presentación de un modesto libro que hice en Montevideo y, más que todo eso, me transporté a aquellas noches en los históricos prostíbulos a cinco cuadras de la plaza principal, donde llegué, jovencito, a acariciar la mesa sobre la cual Paco Espínola garabateó los gloriosos capítulos de “Sombras sobre la tierra”, la más grande novela jamás escrita aquí durante el siglo veinte, y donde vi a un gran amigo, Eduardo “Facha” Ruiz, bailar un tango con cortes en ojotas.
Después, la miscelánea: mi madre –razón integral de mi existencia-, mi abuelo, comisario de campaña jubilado, guitarrista clásico y gran semental, mi abuela y mis tías maestras, mis amados primos, mis condiscípulos, los campitos, la primera novia, el inicio del periodismo.
El despertar a la vida, esa incertidumbre, ese misterio que, aun en medio de la alegría juvenil, acecha, imprevisible.
Lo confieso: terminé la botella.
Después, un llanto incontenible me deshizo.
Antonio Pippo