LA TRAGEDIA DEL DESENCANTO
(EXTRACTO III)
Y llegó el día en que volé.
Volé desde mi ventana del décimo
piso. Salté sin perder de vista el
Sol que comenzaba a enrojecer
el horizonte. Me dejé llevar por la
irresistible atracción de ser libre,
por la necesidad de no pensar más,
por un último arrebato de desafío
que me invitaba a sublevarme
contra la resignación y contra mi
destino. Me lancé con la idea de
desplomarme desde el décimo
piso en soledad, sin embargo, no
pude impedir que la fragilidad,
que todavía no había abandonado
mi cuerpo, un cuerpo menos mío
por segundos, volara conmigo.
Creí que mi viaje al fin sería
un viaje corto e inapreciable.
Siempre pensé que la palabra
suicidio era más cruel que el acto
cobarde de precipitarme desde
un último piso al suelo… Pero
ahora he comprendido que la
muerte es infinitamente más larga
y dolorosa que el instante de la
expiración. La muerte comienza
antes. Yo morí cuando lo hicieron
mis ganas de vivir. Entonces me
fui asesinando. Poco a poco
rendí todas mis células y cuando
salté desde mi ventana ya estaba
muerta, disociada del cuerpo y sus
requerimientos.
Salté. Salté hacia el noveno
piso. Mi vecina distraía la
frustración de veinte años en el
oficio de madre incondicional y
desatendida esposa derrochando
sus fuerzas contra montañas de
platos, componiendo ollas de
guisos y pucheros, espantando
suciedades, y destronando al
polvo de sus territorios. Polvo
desterrado de muebles, de sillas,
de lugares secretos e inaccesibles.
Polvo vencido por la contumaz
ofensiva de una mujer que había
olvidado las ilusiones confundida
en los inmensos territorios de la
monotonía. Floté a la altura de su
ventana, cuando ella se concedía
un instante de descanso entre
suciedades y pucheros. Mi vecina
inspeccionaba el movimiento
del barrio parapetada detrás de
esa misma ventana. Deslizaba
los ojos, obligándolos a correr
entre las estrechas rejillas de la
persiana y deslizaba, al mismo
tiempo, la lengua sobre el
auricular del teléfono que había
descolgado segundos antes, y con
el que mantenía, medio aburrida,
un dialogo cotidiano y poco
trascendente. Su dominio en el
arte de la investigación vecinal era
grande, tanto que podía desarrollar
ambas actividades sin perder
detalle en ninguna de ellas. Yo,
ya intuí su polivalente habilidad
desde la primera vez que nos
vimos en las escaleras, y siempre
pensé que la suya era una destreza
inalterable, que ni un seísmo de
intensidad nueve podría mermar.
Y seguí creyendo en la magnitud
de aquella peculiar cualidad hasta
ese corto instante en que sus
pupilas descubrieron a las mías
detrás de las rejillas de su ventana,
mientras ella seguía la pista de un
objetivo, que, por supuesto, no
era yo: “¡¡¡¡Aaaaayyy!!!” –gritó
la pobre mujer, mientras corría
con zancadas cortas pero ágiles,
despavorida hasta las antípodas de
su vivienda-. “¡Dios míooooooo!,
¿qué es esoooo?” –se preguntaba
sobresaltada con una mano en
el pecho, intentando calmar su
corazón e intentando, también,
que todo el cuerpo dejara de
temblarle y que los pelillos que le
cubrían los brazos volvieran a su
flacidez habitual-.
Me había reconocido, aunque
se mantuviera alejadísima de
la ventana, en el otro extremo
del piso, por miedo a verme
nuevamente si se aproximaba.
Con los ojos desorbitados seguía
haciéndose la misma pregunta.
simplemente se negaba a
reconocer que aquel objeto
volante fuera yo. No admitía la
realidad, precisamente, por ser
para ella poco real. Esta mujer
siempre me inspiró ternura y un
especial afecto, a pesar de su
sobresaliente afición a observar
sin ser vista. Precisamente, me
acerqué a visitarla para ver si
estaba tan desesperada como yo y
quería acompañarme en la caída,
pero el espanto de su grito me
espantó a mí tanto como a ella
y comprendí que, seguramente,
me había perdido la confianza, si
es que alguna vez me la tuvo. La
gravidez se me aceleró con el susto
y salí despedida violentamente
hacia el octavo piso sin que la
investigadora hubiera retornado
al puesto habitual donde realizara
su vigilancia. Así que, no pude
despedirme de ella.
Definitivamente, yo estaba en
Lo cierto. No me había equivocado
desplomándome desde mi ventana.
en el mundo de lo cotidiano no me
querían. Nunca me entendieron,
y yo jamás supe amoldarme a ese
mundo y a sus formas.



