Reseña de “Desde el borde”, de Noa Stofenmacher (Buenos Aires, 2000)
La obra —homónima de uno de los relatos que la integran— propone una literatura que recorre espesa y fluye como una narrativa que no grita, porque no le hace falta.
Todos los colores aquí son uno, y no se parecen a los que conocemos —mejor dicho, a los que pronunciamos—.
El libro tiene un espejo en su techo: hace que el lector se sienta desesperado.
Está dividido en dos partes: por un lado, un curso íntimo, de introspección, que aborda lo testimonial; por otro, en sus últimas páginas, una serie de cuentos que continúan ese mismo pulso interno.
La escritura de Noa Stofenmacher me trajo a la mente Les Enfants Terribles, de Jean Cocteau. Quizás por lo oscuro, por los desenlaces trágicos, por la aspereza del movimiento en las primeras piezas de un juego que ya es el último.
También, por contraste, frente a Las pequeñas memorias, de Saramago. Y hay, además, algo de Pizarnik: en la desolación y la desilusión, en los espectros que la acompañan en su soledad y enturbian cualquier atisbo de júbilo.

Hay en sus relatos un dibujarse desesperado en piernas, un despertarse y olvidar, tal como escribe la autora: una intimidad que se abre paso desde la infancia.
Es un libro desnudo, que se desgrana por sí mismo, se rasca del miedo y se pulveriza en las buhardillas del ser, en sus condiciones más auténticas y vulnerables, donde los traumas piensan desde los balcones.
La obra se arroja, se adentra en lo dantesco.
Stofenmacher escribe: “estoy atrapada en una obra sin telón”, y esa frase parece condensar el espíritu del libro.
Hay en su escritura un eco del Teatro de la Crueldad de Artaud: una tensión entre el regocijo pesado de la razón y la imposibilidad del descanso.
La autora enuncia el núcleo de todo problema: la domesticación de lo salvaje. La repele.
¿Por qué se ha de limar el filo de los dientes y responder a las caricias que producen la aniquilación del impulso vital, de la escritura que despedaza el dolor y el espanto?
Se subyuga el vértigo, pero también la altura y la apertura.
Una altura que sugiere traspasar los límites.
Eso hace Noa: experimenta la gravedad como cuerpo sintiente, camina por la cuerda entre extremo y extremo, y convierte sus palabras en un ejercicio posible y continuo del equilibrio mental.
Cada fragmento habita dentro de los rectángulos negros que dividen el libro, como si fueran compartimentos de conciencia.
Y ahí, en esa oscuridad, como reflexiona Al Álvarez, se descubre que no tiene nada de final, sino que hierve de todas las posibilidades indeseables: la noche que hay dentro de la noche.
Fragmento del libro:
Desde el borde
Todo lo veo desde lejos, de una esquina del cuarto, del lado de afuera. Soplo las nubes de fantasía, me agarro de la cuerda que intenta atarme a la realidad, me concentro. Entro al escenario invento, mis líneas juego hacer la protagonista. Estoy atrapada en una obra sin telón.



